Siempre está mirando al cielo en busca de un indicio de una invasión extraterrestre. Realiza su escrutinio diario envuelto en la familiar aprensión, con esa inherente sensación de angustia pegada al estómago. Tarde o temprano sucederá y lo sabe a ciencia cierta porque la suya, su propia especie, es una de esas. De esas que llegan a otro planeta y les da por el culo a todos. No hace mucho tiempo, alguien en aquel bonito y joven planeta azul miraba hacia arriba, como él, en busca de respuestas. Y vaya si las tuvo. Le cayeron en toda la cabeza como una pesada losa de hormigón.
¿Porqué viajamos a las estrellas?
Son nuestras ansias de ir más allá, de ver más de cerca el poder divino, de buscar nuestras almas perdidas. A veces se trata simplemente de encontrar nuevos recursos limitados que expoliar. Colonizar. Expandirse, como el moho. Como hacen las raíces de una planta invasora. Como una plaga. La selección natural es cruel y violenta, y el espacio un lugar inhóspito. Así que él no aparta el ojo de las estrellas, haciendo del observarlas un arte.
Por si acaso.
Pero no es allí, en el cielo, dónde encuentra lo que busca. Lo encuentra, sin ir más lejos, en su propia cama. Y lo encuentra porque ha explorado aquel cuerpo a conciencia. No con el oscuro propósito de descubrir anomalías, por supuesto; no ha sido un motivo tan altruista el que lo ha llevado a palpar hasta la saciedad cada recoveco, cada centímetro cuadrado. Pero el caso es que lo ha explorado a conciencia. Lo ha amasado, piel, carne y huesos, con las manos y con la boca. Y ahí está la diferencia, brillando cómo una estrella de más en el firmamento, manifestándose sibilina pero implacable, como un tumor maligno inoperable. Metida en su cama, la maldita zorra.
Se ha quedado muy quieta, sabiéndose descubierta, esperando su reacción, supone él.
Así que reacciona: trata de matarla allí mismo, trata de hacerla desaparecer sin más. La agarra del cuello sacudiéndole la cabeza, estampándosela contra esa horrible mesilla de noche que ella se empeñó en comprar y que él aborrece sobremanera. La estampa una y otra vez. Apretando. Estrujando. Comprimiendo.
—¡Muérete, perra de los cojones —grita desde la rabia—, muérete!
Y sigue con lo de estampar y apretar y estrujar y comprimir un poco más, mientras la mala baba se le hace bilis, que vierte sobre su rostro enjuto resollando como un animal. Hasta que establece como risas lo que había creído sus últimos estertores, resonando como graznidos de patos moribundos en su mente enfebrecida. Se carcajea, la hija de puta, llena de hilaridad. Ahíta de él y sus dificultades para respirar, agotado como está ya de menearla y constreñirla. Y encabronado, le atiza un puñetazo en toda la cara. Y lo hace con fuerza, sin paños calientes ni medias tintas. Con esa familiar solidez de una maza pesada.
Y se rompe la mano.
Siente el quebrar de los huesos quejándose por el trato recibido y el dolor que se extiende desde las falanges de los dedos hasta el codo. Mientras ella ríe aún más fuerte ahora, libre ya de sus garras para retorcerse a gusto hasta las lágrimas.
Él se queda allí, mirándola con estupor y sorpresa. Hasta que el acceso pasa y se lo sacude de encima sin dificultad, cómo quien aparta a un insecto molesto. Y, agarrándolo del pelo con una fuerza sobrehumana, lo arrastra hasta el patio dónde tanto tiempo pasa, obligándolo a mirar una vez más.
—Tú no puedes vernos, rata nefanda, pero estamos ahí —dice levantándolo en el aire sin ningún esfuerzo—. Estamos ahí, y estaremos aquí en un abrir y cerrar de ojos. No os daréis ni cuenta y estaréis bien jodidos. Así estaréis, si señor…
Se siente como una enorme ballena varada vencida por las olas, esperando la muerte. Y solo le queda una cosa por hacer: suplicar por su vida.
—Porfavorporfavorporfavor, ha sido un acceso de ira pasajero, no quiero morir… —solloza flácido en sus manos. Porque en su día, su propia especie había cruzado las estrellas para colonizar aquel mundo pero él siempre permaneció detrás, esperando a que otros lo tomasen por la fuerza. Porque es un superviviente y sabe que no se sobrevive metiéndose en líos. La clase de líos serios que te acercan peligrosamente a la muerte, como colocarte delante a la hora de la sangre y el barro—. ¡Besaré culos! ¡Todos los que haga falta! —grita—. Quizá podrías decirles exactamente eso, que tengo una muy buena predisposición, ya sabes. Sabes que la tengo. Podría tenerla. Yo podría...
—En realidad —lo interrumpe ella—, espero de ti que hagas lo que mejor se te da…
Él la mira con suspicacia, ladeando la cabeza.
—… Estamos hablando de sexo oral, ¿verdad…?
—No, imbécil —responde, regalándole una sonrisa voraz—, aunque eso te lo concedo. Quiero que escribas. Quiero… queremos que cuando todo esté listo, nos reciban abiertos de piernas, lúbricos. Que no se den ni cuenta hasta que sea demasiado tarde. Eso es lo que queremos de ti.
Y miró el teclado con aprensión, el lugar dónde mueren las ambiciones.