—Solo digo —continúa Nia en el tono que
Jamie sabe que no está “solo diciendo”.
Nia ha estado comiendo esos repugnantes cacahuetes toda la noche. Esos
repugnantes cacahuetes que Jamie se niega a tocar porque ha oído todo tipo de
historias sobre los aperitivos en los bares. Nia no tiene reparos, así que
Jamie ha tenido que verla masticar esa mierda los últimos veinte minutos— que
no has tenido una cita en seis meses.
—Pero ése chico de hace un rato… —intentó
defenderse.
—Has tonteado con él en una aplicación y
te has acobardado cuando ha llegado el momento de quedar. Eso no cuenta como
cita. Ni como nada, en realidad.
—Odio cuando me organizas la vida, Nia.
No es del todo cierto. Nia le ha
conseguido su trabajo actual y Jamie está realmente agradecida por eso. Nia
la ha sacado de la calle, o casi, ya que estaba a dos días de meter sus
cosas en un carro de la compra y dormir debajo de un puente o dentro de un
cajero automático. Ahora está cobrando tanto que no sabe qué coño hacer con
el dinero. Pero tampoco es cuestión de inflarle más el ego. El ego de Nia ya
es tan grande que escasamente cabe en su casa. Y, mierda, la casa de Nia es
prácticamente un palacete.
—Si te organizase la vida otro gallo
cantaría —dice Nia resoplando y atragantándose con sus asquerosos cacahuetes,
dándose un golpe sin convicción en el pecho y escupiendo un trozo.
Jamie empuja la cerveza hacia ella porque,
aunque no le guste esta conversación, no va a dejar que su mejor amiga muera
por atragantarse con unos cacahuetes de barra demasiado salados. Nia bebe sin
un mísero “Gracias” y vuelve a
concentrar toda su atención en ella. Jamie ya se está arrepintiendo de haberla
salvado de su inminente asfixia.
—Nia…
—Oye, conozco a un tío…
Nunca ha salido nada bueno de esa frase.
Bryan tiene un plan de pensiones y una
cartera de inversiones. Bryan también es la persona más engreída del planeta.
Jamie ha pasado la última media hora obligándose a seguir viviendo solo para
poder matar a Nia. Ha memorizado la carta de ese pretencioso restaurante
italiano hasta el punto que podría escaparse a Italia en vez de seguir
compartiendo esta maldita ciudad con Bryan.
Bryan tiene muchas opiniones. Como que
Jamie no debería pedir un plato vegetariano si no es vegetariana o una cerveza
en lugar de vino tinto en un pretencioso restaurante italiano (ojalá poder
rebobinar para ver la estúpida cara de Bryan una y otra vez cuando ella la
pidió). Jamie odia el vino y no es solo porque le parezca tan pretencioso como
este restaurante italiano de los cojones. Bryan descarta su ridícula opinión
con un gesto de la mano, barriéndola y llevándosela tan lejos que jamás la
volverá a escuchar de sus labios (al menos es lo que Jamie piensa que él está
pensando). Luego se burla y cuenta una historia demasiado larga sobre un curso
de vinos de cuatro horas que hizo una vez hace un millón de años y que,
aparentemente, lo convirtió en un experto.
Bryan le pregunta sobre su trabajo y Jamie
casi no puede creer que se haya tomado la molestia. Cuando le explica (sin
entrar demasiado en detalles) a qué se dedica, Bryan hace un comentario
hiriente y despreciable. El tenedor en la mano de Jamie se siente como si se
fuese a partir por la mitad contra la presión de su agarre. Quiere clavarlo en
el ojo de Bryan. O en sus testículos.
Se obliga a respirar por la nariz y trata
de contar en silencio hasta diez, pero apenas llega a cuatro.
Bryan chasquea los dedos para llamar la
atención del camarero, que ya lo odia porque ha sido innecesariamente ofensivo
en todo momento.
—¿Postre? ¿Nos vamos a tomar algo a un
sitio más tranquilo? —pregunta sin darle tiempo para responder— ¿Mi casa?
Jamie resiste la tentación de levantarse
de golpe e irse. Está decidida a terminar esto de la forma más civilizada
posible para poder decir que al menos lo intentó. Y no quiere que Bryan, con su
tarjeta de crédito negra, pague por ella, no sea que sienta que le debe algo.
Algo como una segunda cita.
—Estoy cansada y trabajo por la mañana.
—¿Y ya está? ¿Esto es todo?
—Puedes
irte a tu casa a tomar algo tranquilamente y hacerte una paja.
Y eso parece que deja a Bryan sin palabras
el tiempo suficiente como para que Jamie pague y se vaya.
Cuando llega a casa llama a Nia.
—Estoy tan indignada ahora mismo que no sé
ni que decirte, joder —le suelta sin más cuando ella descuelga al tercer tono.
—¿Y eso?
—Bryan es la clase de tío que merece una
enfermedad venérea de las que tienen pústulas llenas de pus. Una incurable. Que
haga que le piquen los huevos hasta el fin de sus días y que se los tenga que
rascar de tal forma que siempre, siempre, siempre los lleve en carne viva. Se merece
ser alérgico a todos los medicamentos que lo puedan ayudar en esa deleznable
situación y que, mientras espera en una consulta, una ancianita le pida ayuda
para sujetar a su gato y éste se le mee encima y le clave las uñas en la
entrepierna cuando quiera huir de él, produciéndole aún más escozor.
Se hace el silencio durante un lapso
definitivamente considerable de tiempo.
—Los animales están prohibidos en las
consultas, Jamie.
—Oh, vete a la mierda, joder.
Y Jamie cuelga y luego aplasta su cara en
un cojín para reírse y que Nia no la escuche desde su casa. Porque en el fondo
Jamie sabe que Nia podría hacerlo.