Hermana Catherine, 1924
James va a la escuela con pantalones que
le quedan cinco centímetros más cortos de lo que deberían quedarle. Tiene la
cara sucia, el pelo despeinado y, como muchos otros niños, no come lo que
corresponde, así que está flaco y huesudo.
Steve siempre aparece con la ropa lavada y
planchada, aunque la camisa está tan gastada que es un remiendo sobre otro.
Remiendos bien hechos, cuidadosos y llenos de amor, pero Steve tiene que llevar
el jersey puesto todo el tiempo para ocultar que las mangas son demasiado
cortas. Su madre le ha lavado la cara y lo ha peinado antes de dejarlo ir.
Steve es hijo único así que su madre, a pesar de ser viuda, solo tiene una boca
que alimentar.
Ambos son una pareja poco común. Steve es
un niño delicado y enfermizo, de rasgos finos y un comportamiento tímido que
desmiente su terquedad. James es un niño feliz y despreocupado que siempre anda
siguiendo a muchachos más mayores y a las monjas, desesperado por hacerse notar
e imposible de hacer callar. Algunas de las hermanas dicen que James tiene algo
del diablo en él porque es ruidoso, pendenciero y alborotador y tiene la mala
costumbre de saltar sobre la espalda de la gente gritando como un indio piel
roja.
Pese a todo eso, la hermana Catherine le
ha cogido cariño. James no tiene los modales del pequeño Steve, que se ha
convertido en el niño mimado de todas las demás. A la hermana Catherine no le
gustan las cosas fáciles y Steve le resulta casi tan aburrido como la sopa de
repollo. Es un niño adorable, como un pajarito de ojos azules demasiado
grandes. El niño católico perfecto, todo devoción sincera y dulce como un
querubín de Miguel Ángel. James, sin embargo, tiene una sonrisa torcida y
pícara y siempre consigue manchar de tiza blanca su hábito negro. No lo hace
con las demás hermanas, es un juego que solo juega con ella y ella deja que lo
haga y finge que se enfada, aunque él sabe perfectamente que no está enfadada y
que solo se trata de su respuesta al juego. James no recita de memoria las
oraciones, no aprende correctamente los símbolos y es incapaz de resistir un
sermón sin retorcerse de aburrimiento antes de llegar si quiera a la mitad. Al
contrario que la gran mayoría, James nunca pide nada al todopoderoso, así que
la hermana Catherine siempre se asegura de pedir por él. Lo único que parece
llamarle la atención es su libro de las vidas de los santos, el que tiene
ilustraciones en color. También encontró “Frankenstein
o el mito del moderno Prometeo” que ella tenía a buen recaudo para que
nadie lo encontrase y lo leyó a escondidas con avidez, despertando en él la
curiosidad por la ciencia, la mitología griega y el futuro, y aún más simpatías
en la hermana Catherine.
Pasa cada vez más tiempo con él cuando
terminan las clases, porque ella sabe cómo son las cosas para las familias de
esta parte de Brooklyn. James tiene dos hermanas más pequeñas y su madre está
embarazada de nuevo. Su padre es un veterano que a veces no sabe que ha vuelto
a casa. La hermana Catherine había dado clase a Rebecca, la segunda hija de los
Barnes, una estudiante brillante y una niña amable y cariñosa que un día le
trajo un pájaro con el ala rota y le exigió que le pidiese a Dios que lo
curase. La tercera hija de los Barnes murió de poleo pocos meses después. Es
muy posible que la hermana Catherine hubiese comenzado a preocuparse por James
un poco más de lo normal debido al cariño que siente por Rebecca, pero él no
tardó demasiado en hacerse un hueco propio. A veces ella se siente culpable por
tener un favorito por encima de los demás. A veces lo comenta en el
confesionario. La preocupación no dura demasiado, la sonrisa torcida del niño
siempre se la lleva.
Steve no tiene el don de gentes de James y
es el foco de las burlas de los otros niños, especialmente cuando ven que las
hermanas suelen favorecerlo por portarse bien. Se burlan de él porque es
demasiado pequeño para su edad, débil y lento. También por su asma y su tenaz
adherencia a las reglas. La hermana Catherine piensa que si sus enfermedades
crónicas no lo matan uno de estos inviernos, alguno de los otros chicos lo hará más adelante.
Está a punto de llamar a los estudiantes
para dar comienzo a las clases cuando ve como uno de los más mayores agarra a
otro mucho más pequeño de un brazo y se lo retuerce lo suficientemente fuerte
como para hacerle daño. Quiere quitarle el almuerzo y el niño se lo entrega con
un suspiro y la cabeza gacha. Está a punto de ir a intervenir cuando el pequeño
Steve, lleno de indignación moral, carga contra el abusón y lo golpea sin mucho
éxito con los puños cerrados. El chico mayor arroja al suelo a su primera presa
y se encara con Steve. La hermana Catherine escucha con claridad la palabra “enclenque” y le da un puñetazo en la
cara a Steve, que cae al suelo de culo. Cuando va a propinarle una patada, la
hermana Catherine ve como James se acerca por detrás y lo golpea. El muchacho
cae al suelo aullando y agarrándose la cabeza y cuando ella llega a la escena
del crimen James sonríe y deja caer una piedra de considerable tamaño de su
mano. El chico, en el suelo, llora y sangra por una brecha que necesitará
puntos. Steve sangra por la nariz sin derramar ni una lágrima, todo labio y
ceño fruncidos en un gesto que clama disgusto.
—Mira hermana —le dice
James con deleite señalando al llorón, dejando al descubierto su sonrisa
torcida—, como San Esteban.
San esteban
murió lapidado por los judíos.
—¡James, se supone que
debes emular a los santos, no a los judíos! —grita a medio camino entre la molestia
y la diversión que procura ocultar.
James se
encoje de hombros y le tiende la mano sucia a Steve para ayudarlo a levantarse.
La hermana Catherine levanta sin contemplaciones al muchacho llorón y despide a
los dos belicistas enviándolos al despacho de la Madre Superiora. El muchacho
llorón irá también de cabeza pero, antes, la hermana Sofía tendrá que
remendársela.
La Madre Superiora comenta durante la cena
el estoicismo y la determinación férrea de la pareja cuando los golpeó con la
regla en las manos. La sentencia había sido de seis golpes para James por el
agravante del arma improvisada (los golpes de la Madre Superiora también eran Superiores),
cuatro para ése malvado muchacho (que se orinó encima) y dos para Steve. Steve
había insistido en recibir los mismos que James y no había parado hasta que los
obtuvo. La Madre Superiora había tenido miedo de desencadenarle un ataque de
asma, lo que no sucedió, y se sintió mal porque ni siquiera ella podía quedar
exenta del encanto proverbial de Steve. Así que todos se habían ido con las
palmas de la mano izquierda en carne viva y, en el caso de Steve, con la
satisfacción de una justicia servida y recibida. La hermana Catherine trata de
reprimir una sonrisa cuando piensa en los dos niños y piensa que Steve le gusta
bastante más hoy de lo que le gustaba ayer.
Desde ese día, Steve y James nunca se
separan ni dentro ni fuera de la escuela. Después de un par de semanas, Steve
tiene algunas arrugas de más en su ropa cuando se sienta en su pupitre por las
mañanas. Después de un par de meses, alguien comienza a remendar las camisas de
James y a encargarse de que aparezca limpio y presentable. Si intenta apedrear
a otros matones del colegio, es lo suficientemente inteligente como para hacerlo fuera y no dentro. La hermana
Catherine se da cuenta de que de vez en cuando alguno llega a la escuela
arrastrando los pies con un chichón en la cabeza, casi como si alguien le
hubiese dado un golpe con una piedra. Ella decide no compartir sus sospechas
con la Madre Superiora y no desalentar la creciente amistad entre Rogers y
Barnes. Cuando piensa en Rogers, piensa que un niño con ese fuego en los ojos
necesitará a alguien que luche sus batallas y cure sus heridas. Cuando piensa
en Barnes, piensa que el niño necesitará de alguien que temple el exceso de
energía beligerante y la redirija a propósitos más nobles.
El último día del curso, la hermana
Catherine desliza su ejemplar de “Frankenstein
o el mito del moderno Prometeo” en la mochila de James. Ha dado clases a
muchos niños, pero siempre recordará a estos dos con especial cariño.
Años más tarde, la hermana Catherine se
entera de la muerte de Sarah, la madre de Steve, y pregunta por ahí esperando
que Steve, ahora un chico casi adulto, pueda apoyarse en la familia de James.
Recuerda los inviernos largos y las neumonías. Las semanas de fiebres que lo
mantenían postrado en la cama sin saber si viviría para ver otro día. No es Winifred
Barnes la que cuida de Steve cuando eso pasa, ni ninguna de sus hermanas. Es el
propio James, que trabaja en una de las fábricas y que se ha mudado con Steve a
su casa, el que lo hace.
Y cuando, tiempo después, se entera de que
ambos están en el frente, la hermana Catherine reza por ellos nuevamente. Reza
para que sobrevivan y para que regresen a casa.
La hermana Catherine nunca llegó a saber
que habían sobrevivido y regresado.
Tampoco que ninguno de los dos desearía no
haberlo hecho.
A Steve no le gustan los abusones, pero si
se trata de la clase de abusón que acorrala con sus cuatro amigos a una mujer
en un callejón para subirle la falda hasta la cintura y meter sus asquerosas
manos bajo su ropa interior, tras haberla amansado previamente con un buen
bofetón…
Bucky se da la vuelta y tiene una mancha
de sangre en la mejilla. Steve tarda un minuto en darse cuenta de que es porque
se limpió la cara con la mano ensangrentada. La mano que sostiene una navaja. A
Steve le gustaba pensar que no son del tipo de chicos que llevan navajas
automáticas, pero el filo brillante en la mano de Bucky le confirma lo
contrario. A veces piensa que su sentido del honor los matará a ambos en algún
momento.
Hoy no ha sido ese día.
La navaja de Bucky les ha salvado la vida
cuando los cinco imbéciles decidieron llevar las cosas demasiado lejos. Cinco
contra dos, que enseguida se quedó en cinco contra uno cuando él cayó al suelo
sin poder coger aire al recibir una patada en el diafragma. Cinco contra Bucky,
mientras Steve resollaba en el suelo.
Es curioso cómo funcionan las peleas.
Bucky no era más grande o más fuerte, pero había despachado a muchos porque,
dónde ellos amenazaban, él prometía. Ellos eran fanfarrones, Bucky acero
afilado como la navaja que ocultaba en su bolsillo.
—No te preocupes por eso
—dice Bucky haciendo un gesto hacia el rastro de sangre—, sus amigos lo
llevarán al hospital. Vivirá.
Steve duda,
pero asiente. Los amigos de ése son todos unos cobardes y el hospital significa
responder preguntas. Bucky se encoge de hombros, sabiendo lo que está pensando
(siempre lo sabe, podrían comunicarse sin hablar). “Eso ya no es cosa nuestra”, dicen sus ojos. “Si no lo llevan y muere, no es cosa nuestra”.
Bucky
inclina la cabeza hacia atrás de esa forma que lo hace parecer una estrella de
cine y hurga en sus bolsillos en busca de cigarrillos y un pañuelo. Se enciende
un cigarrillo y lo deja colgando de sus labios mientras, con el pañuelo, se limpia
la cara, las manos y el cuchillo, en ese orden. Steve mira en otra dirección
para no verlo. Steve mira hacia la calle, dónde la mujer desapareció cuando
echó a correr, deseando que regrese a casa sin más contratiempos. No les dio
tiempo a comprobar si se encontraba bien o la oportunidad de acompañarla a casa
para asegurarse de eso. Cuando sus ojos se encuentran de nuevo con los de su
amigo, no hay culpa en ellos. Su boca se curva con esa sonrisa falsa que guarda
para las situaciones complicadas y para las chicas que piensa que lo invitarán
a subir a su casa. La sonrisa genuina de Bucky lo hace parecer un poco tonto,
pero es real y no le pone la piel de gallina como esta, que es la de un
depredador. Steve quiere decirle que está bien, que lo entiende, que es culpa
suya (porque siempre lo es, Bucky jamás empezaría una pelea, aunque siempre las
termine), pero no lo hace. Quiere pensar que entró en ése callejón sucio que
apesta a orín porque trataba de hacer lo correcto, pero es mentira. Entró
porque era una excusa para meterse en otra pelea. Porque está lleno de rabia
porque su madre, que es enfermera, se contagió de tuberculosis y ahora agoniza
en el mismo hospital al que deberían llevar al tipo que conoció a Bucky en la
noche equivocada.
Ni siquiera
puede ir a verla. Morirá sola, aislada en una habitación y el debilucho Steve,
que no aguanta una patada, es todo lo que quedará de ella.
Caminan hasta
casa en silencio mientras Steve aún respira con dificultad. Se detienen al
final de las escaleras que separan sus caminos y tarda un minuto en darse
cuenta de que están allí, de pie. Bucky lo mira preocupado, evaluando con
atención lo que ve.
—No es
culpa tuya —le dice Bucky. Steve sabe que no es cierto, pero no se lo rebatirá
porque es inútil discutir cuando ninguno de los dos va a cambiar de opinión.
—Nos vemos
por ahí —responde en cambio—. No hagas nada estúpido.
—¿Cómo
podría? Te llevas toda la estupidez contigo…
Bucky
sonríe como él mismo. Esa sonrisa torcida que hoy está más desgastada que ayer.
Esa sonrisa hace que Steve olvide al chico que se alejó tambaleándose,
arrastrado por sus amigos agarrándose el costado con sangre brotando de entre
sus dedos. Al menos lo olvida un momento.
—Oye —lo
llama Bucky justo cuando se daba la vuelta—, cuando Sarah ya no esté, estaré
yo. Siempre estaré, idiota.
Y él no
dice nada porque sabe que es verdad.
A la mañana
siguiente su vecina, la señora Cheung, le cuenta que un joven se desangró hasta
morir en la parte trasera de la farmacia. No pregunta quien era porque él ya lo
sabe.
Nunca
vuelven a hablar de eso, pero el día que Bucky les vuela la cabeza a cinco
soldados alemanes desde trescientas yardas, lo recuerda.
Y está
agradecido de que sea él el que le cubra las espaldas.
Aun cuando
no tenía nada, Steve siempre tuvo a Bucky.
Hasta el
final del camino.
Steve, 2014
Steve quiere hablar sobre Bucky. Steve
necesita hablar sobre Bucky. No sobre el Soldado del Invierno, no sobre en
quien se convirtió o porqué, sino sobre quien era antes de todo eso. Quizá
siempre hubo una parte de Bucky Barnes, una que estaba allí desde el principio,
que lo convertía en un asesino a sangre fría. Los libros de historia pueden
haberlo olvidado u omitido, pero Steve no.
Nadie parece entender por qué no tiene
miedo. Siguen diciéndole que no es su amigo, que es alguien peligroso que lleva
la cara de un hombre muerto. Es todo lo que puede hacer para no reírse porque,
en realidad, es una descripción bastante precisa de cómo era Bucky. Especialmente
tras sacarlo del laboratorio.
Había sido el mismo en la superficie, solo
que había algo irregular que se asomaba a través de todas sus capas habituales de
encanto y arrogancia juvenil. Algo que antes había estado cubierto por una
pátina de brillo. Bucky nunca habló de lo que pasó en la mesa de Zola, pero
Steve veía algo roto en su sonrisa. Algo oscuro y críptico. No es que fuese
diferente de como era antes, pero de alguna forma lo era. Bucky siempre había
sido peligroso. Había tenido que serlo para sacarlo a él de los líos en los que
se metía. En la cabeza de Steve, que es una cabeza muy dura, ha sido él el que
ha forjado y esculpido esa parte dura de Bucky, desde el mismo día en el que le
atizó con la piedra al ladrón de almuerzos. En el colegio se habían reído mucho
de él hasta ese día. Desde entonces, nadie se rio de Steve dónde Bucky lo
pudiese oír. Esos momentos en los que Bucky estrellaba la cara de un niño más
grande contra la pared o le aflojaba los dientes de un codazo fueron
rápidamente olvidados, suavizados por un brazo colgando alrededor de su hombro
y el placer sofocado de compartir dulces. Steve había sido todo determinación a
la hora de encontrar problemas y Bucky todo determinación para sacarlo de
ellos, de una forma o de otra. Siempre.
Siempre.
Con los comandos, Bucky no había sido el
segundo al mando porque era el mejor amigo del Capitán América, era el segundo
al mando porque era malditamente bueno en lo que hacía. Tal vez eso es lo que
parece tan extraño y discordante en la exhibición del Smitthsonian. Es curioso
cómo la gente olvida. Todos ven al personaje que crearon, el corista, pero
nadie ve al soldado. Ven a sus bailarinas de apoyo, no a prisioneros de guerra
que escaparon, demasiado enfadados y demasiado testarudos como para aceptar la
licencia que les ofrecieron y regresar a casa. Una troupe que, oficialmente, no
había existido durante la guerra, con ojos brillantes y mandíbulas nobles. El
conjunto limpio y sonriente que aparecía en los noticieros tras misiones tan audaces como ambiguas.
Lo que hacían era alto secreto. Eran
comandos e incursionaban tras la líneas enemigas en busca de cualquier resto de
Hydra. No tomaban prisioneros y no en la forma en la que se suele usar esa
expresión, simbolizando actos intrépidos y heroicos. Era la expresión literal,
porque asesinaban a todos los enemigos con los que se topaban, incluidos los
que se rendían. No solo eso, si no que los saqueaban después en busca de
chocolate, cigarrillos o condones que, cuando regresaban a Londres, se jugaban
a las cartas. Era la guerra y no había una forma buena de hacer las cosas y
Bucky era francotirador porque tenía un talento natural para matar con un
rifle. Y si les hubiesen preguntado por él al resto de los comandos, ellos
hubiesen dicho que era el hijo de puta más duro que habían conocido.
Pero la gente no sabe nada de eso. No
saben quiénes eran realmente porque los escondieron bajo capas y capas de
patriotismo y justicia. Y era patriotismo y justicia, pero también todo lo
demás. Toda esa parte de matar y arrastrarse por el barro.
No saben que el Capitán América es un
asesino con mucha sangre en sus manos.
Steve quiere decirle esto a alguien.
Necesita decirle esto a alguien. Necesita decirle a alguien que su mejor amigo
siempre fue un asesino y que cuando haces lo que se supone que debes hacer, no
puedes permitirte que pese en tu conciencia mucho tiempo o te vuelves loco de
remate. Necesita decirle a alguien que Hydra no ha podido llevarse tanto de
Bucky, porque si lo ha hecho y todos tienen razón… Solo significaría que
tendría que sacrificar a Bucky como se sacrifica a un perro rabioso. Y Steve no
está listo para hacer algo así o para permitir que otro lo haga por él, porque
ha pasado todos esos años desde que lo sacaron del hielo asumiendo que Bucky
estaba muerto solo para enterarse de que, en realidad, nunca lo estuvo. Así que
se aferra a la idea de que Hydra haya dejado algún pedazo de él que pueda
conservar. Y Steve lo va a encontrar, por pequeño que sea y por muy profundo
que tenga que cavar con sus manos desnudas en el pozo oscuro y vacío del alma
que Bucky llevaba impresa en esos fríos ojos azules.
Lo va a encontrar.
James, 2014
El Capitán le dijo algo antes de caer al
agua. Bueno, le dijo muchas cosas, pero la única que cuenta para él ahora mismo
es ver la exposición sobre el Capitán América que hay en el museo. El Soldado
mira las fotografías en tonos sepia de los años cuarenta mientras piensa que es
así como se siente, descolorido y fuera del tiempo. El video es aún peor porque
en él, el hombre que lleva su cara se ríe. El Soldado no recuerda si alguna vez
pudo reírse así, cree que no. Pero ahí está en imágenes, riendo con el Capitán.
Steve. Él quiere que lo llame Steve, no
Capitán.
El Soldado comprende un poco mejor ahora.
Steve había mirado su rostro y había visto a otra persona. El Soldado no sabe
cómo va a decirle que ya no está. Cree que eso al Capitán, a Steve, no le
importa. Cree que él espera a James “Bucky” Buchanan Barnes, su amigo, “Inseparables en el patio del colegio y en
el campo de batalla”, lee al pie de las imágenes. Bucky es el nombre de un
niño. No de un hombre, no de un arma, no del Soldado o del Activo. Mira de
nuevo el folleto de su mano, dónde puede ver mejor los ojos de Steve. Hay algo
en él. Algo que se siente como un cuchillo en la parte posterior del cráneo.
Steve lo miró como si hubiese hecho algo mal y necesitase arreglarlo.
Nadie puede arreglar este desastre. Ni
siquiera el mismísimo Capitán América.
Steve lo miró así y eso lo hizo enfadar.
Hizo a un lado la misión para que el Capitán, Steve, pudiese vivir. No solo no
lo mató, sino que lo salvó de morir ahogado cuando cayó a las aguas frías del
Potomac. No es justo que lo mirase así justo antes de perder el conocimiento de
nuevo. Steve no debería pedir más. El Soldado no tiene más. No ahora mismo. No
aun. Lo único que tiene es el terrible dolor de cabeza de recuerdos no
identificados amontonándose en alguna parte oscura que no está acostumbrada a
que entre tanta luz de golpe. Recuerdos que le hacen sentir la necesidad de
postrarse de rodillas y gritar.
Muchos son de Steve. Sabe que se conocen
desde que él dijo su nombre allí arriba. Lo sabe porque están juntos en esas
fotos y en el vídeo dónde ríen. Lucharon en una guerra, hay bastantes
fragmentos de entonces, pero están desordenados, como todos los demás.
Pasa bastante rato antes de que se dé
cuenta de que estar allí, expuesto, es peligroso y arriesgado y decide salir.
Camina sin rumbo con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, inclinándose
hacia las afueras para alejarse todo lo que pueda mientras pueda. Camina y
trata de poner orden, pero es un trabajo duro que le aumenta el dolor. La idea
de haber golpeado de esa forma al Capitán comienza a resultarle perturbadora.
Comienza a creer que es posible que conociese al buen Capitán incluso antes de
la guerra. Y eso le importa, pero no entiende porqué. ¿Por qué le importa? Fue
hace más de una vida y el Soldado no puede recordarlo.
Ya no es el Soldado. Ni un arma. Ni el
Activo. Ni el Puño de Hydra.
Ya no sabe quién es.
Lo que sí sabe es que preferiría ser
cualquier cosa antes que el triste y desgastado fantasma de James Buchanan
Barnes.
Parpadea y los recuerdos también lo hacen.
Ha perdido el poco control que normalmente tiene sobre ellos. Está en Bielorrusia,
con sus compañeros de armas en una misión de entrenamiento, al momento está en
la habitación de la silla mientras lo limpian de nuevo.
No va a volver. No regresará a la silla.
No le harán olvidar otra vez.
Vuelve y vuelve y vuelve y vuelve a la
lucha con Steve sobre el río. Steve no se defiende y le dice cosas. Cosas que el
Bucky que el capitán necesita ver le dijo a su amigo hace mucho tiempo, cuando
las cosas no dolían. Y duele. Duele más que la silla y el fuego abrasador que
le desgarraba las neuronas, le partía la mente en pedazos, le destrozaba los
recuerdos con un hacha indigna, le agarrotaba los músculos una y otra vez con
tanta fuerza que apenas podía mantenerse en pie.
Duele más que una bala.
Quiso destrozarlo para que se callase.
Quiere destrozarse a sí mismo.
Y luego están los recuerdos empapados en
sangre.
Sangre bajo las uñas.
Caer en la noche.
Sangre en la nieve. O sobre la hierba
verde que huele a primavera.
Sangre en sus manos.
Sabor ferroso en la lengua, bilis en la
boca y lágrimas en los ojos.
Rojo.
Rojo como flores desparramadas.
Rojo.
Vergüenza.
La seguridad del filo en la mano o el
gatillo en el dedo.
Los labios familiares de un cadáver.
El parpadeo de las estrellas en las noches
sangrientas.
Hielo bajo él. Sobre él. Arrullándolo.
Apagando el fuego que arde en sus ojos antes de olvidarlo todo de nuevo.
La nostalgia amarga trepando por su
garganta mientras trata de tragarla.
Caer en la noche.
Rojo.
Los recuerdos empapados en sangre de todas
las personas que mató y las cosas que
hizo y los lugares a los que fue. Los dolorosos y abrasadores recuerdos
de las veces que gritó y las cosas que le hicieron.
Caen unos encima de otros.
Su amigo mirándolo con una sonrisa bajo el
sol de la tarde el día que probó helado por primera vez. Las chicas de cabello
ondulado y labios rojos que dejaron carmín en el cuello de su camisa.
Son suyos. Todos suyos. La sangre y las
vísceras. Lo bueno y lo malo: todo es él.
Bucky, James, Sargento Barnes, el Soldado,
el Activo, el Americano, el Puño, Yasha. Son solo nombres y los nombres son solo palabras
para evitar que todos se confundan demasiado. Incluso si son todos nombres que
otras personas le dieron, siguen siendo solo palabras para quien es él. Lo
vivió y eso los hace suyos.
Pasa por el escaparate de una librería y
ve una edición nueva de “Frankenstein o
el mito de Prometeo” de Mary Shelley y lo roba, como ha robado la ropa que
lleva puesta, porque siente que le pertenece y que le ayudará a recordar algo
importante. De momento, huellas dactilares blancas sobre fondo negro.
Un niño rubio, enfermizo y menudo, con
ojos azules demasiado grandes y labios apretados.
Un niño que odiaba a los abusones. “Si empiezas a correr nunca te detendrás”,
le respondía Steve cuando le preguntaba por qué se había vuelto a meter en
problemas.
Tiene problemas para conciliar la imagen
de ése niño con la del Capitán. Le ha llevado horas de caminata descubrir que
se trataba de la misma persona. Eso ha desatado un nuevo nudo de recuerdos.
El más importante de todos: Steve siempre
ha sido la clase de persona que necesita hacer algo al respecto, incluso cuando
era un niño quebradizo. Incluso antes de que su deseo innato de proteger fuese
igualado por su nuevo físico que venía con brazos que podían proteger.
Mira su reflejo en un charco de agua. No
se siente la misma persona que iba a bailar con chicas guapas y con su mejor
amigo, el que trataba de golpear a los matones en callejones sucios. Se siente
como el hombre que una vez mató a cuatro personas en un tren lleno de gente sin
que nadie más se diese cuenta.
Está fuera de la ciudad y sigue caminando.
La noche está a punto de convertirse en día, flotando en ese extraño periodo de
tiempo en el que no se sabe con certeza si es hoy o mañana. Se recuesta contra
un árbol y observa como las nubes oscuras se desplazan por el cielo, a un ritmo
lento y perezoso. El silencio se posa suavemente sobre la superficie de todo.
Siente la necesidad de fumarse un cigarrillo y trata de no pensar demasiado en
como el sabor, el olor y el tacto del paquete rojo y blanco con el familiar logo
impreso despierta en su pecho una nostalgia dolorosa entre el esternón y el
corazón. No debería sentir nostalgia. No debería.
Lleva setenta años corriendo y cree que es
hora de detenerse.
Hora de parar.
«No tema usted, no cometeré más crímenes. Mi tarea ha terminado. Ni su vida ni la de ningún otro ser humano son necesarias ya para que se cumpla lo que debe cumplirse. Bastará con una sola existencia: la mía. Y no tardaré en efectuar esta inmolación. Dejaré su navío, tomaré el trineo que me ha conducido hasta aquí y me dirigiré al más alejado y septentrional lugar del hemisferio; allí recogeré todo cuanto pueda arder para construir una pira en la que pueda consumirse mi mísero cuerpo».
-Frankenstein
o el mito del moderno Prometeo, de Mary Shelley-