Entró con el bolso en las manos,
apretándolo contra su vientre, buscando, sin encontrarlo, un sitio dónde
sentarse.
—¿Lo
has traído? —le preguntó la mujer tatuada.
Ella
asintió y rebuscó en el interior de aquel caos el pequeño paquetito de aluminio
pulcramente plegado en cuatro. Lo abrió y contempló el enjuto dedo, aún
retorciéndose como un gusano moribundo. Estaba algo ennegrecido y hacía días
que ya no sangraba y, a pesar de haberlo estado observando hasta aprendérselo
de memoria durante todo ese tiempo, no pudo evitar estremecerse de nuevo. Como
siempre que ponía los ojos sobre él.
La
mujer se acercó más para verlo mejor y asintió satisfecha.
—¿Dónde
está el resto? —volvió a preguntar.
Los
aros de sus orejas se sacudieron y tintinearon al entrechocar cuando movió la
cabeza en un gesto de impaciencia.
—Este
es el trozo más grande —respondió en voz baja apartando la mirada—, el resto
está enterrado bajo mi huerto.
—A
veces los huertos esconden secretos bajo sus raíces —suspiró— ¿Y qué es lo que
quieres a cambio?
—Lo
que quiero es… dormir por las noches.
—En
ese caso, deberías haberlo enterrado en otro sitio —repuso ella con una sonrisa
triste.
Sí,
tenía razón.