200 palabras

 


 

       Entró con el bolso en las manos, apretándolo contra su vientre, buscando, sin encontrarlo, un sitio dónde sentarse.
     —¿Lo has traído? —le preguntó la mujer tatuada.
     Ella asintió y rebuscó en el interior de aquel caos el pequeño paquetito de aluminio pulcramente plegado en cuatro. Lo abrió y contempló el enjuto dedo, aún retorciéndose como un gusano moribundo. Estaba algo ennegrecido y hacía días que ya no sangraba y, a pesar de haberlo estado observando hasta aprendérselo de memoria durante todo ese tiempo, no pudo evitar estremecerse de nuevo. Como siempre que ponía los ojos sobre él.
     La mujer se acercó más para verlo mejor y asintió satisfecha.
     —¿Dónde está el resto? —volvió a preguntar.
     Los aros de sus orejas se sacudieron y tintinearon al entrechocar cuando movió la cabeza en un gesto de impaciencia.
     —Este es el trozo más grande —respondió en voz baja apartando la mirada—, el resto está enterrado bajo mi huerto.
     —A veces los huertos esconden secretos bajo sus raíces —suspiró— ¿Y qué es lo que quieres a cambio?
     —Lo que quiero es… dormir por las noches.
     —En ese caso, deberías haberlo enterrado en otro sitio —repuso ella con una sonrisa triste.
     Sí, tenía razón.